La cascada
Por: Juan Diego Abella F., 12°
Cada sentimiento del ser humano puede asimilarse, puede explicarse. La palpable verdad de que la sociedad ha avanzado hasta el punto de tener en la punta de la lengua las sensaciones que tenemos al nacer, al morir, al reír, esas sensaciones que podemos encontrar entre las colisiones químicas de los nervios palpitantes y ansiosos de la glucosa.
Es triste descubrir que la raza humana se prepara toda una vida para explicar aquello que le saca el jugo de la vida. Irónico, pero melancólico reflexionar que las pasiones humanas tengan que ser desmanteladas, que el misterio inaudito que cubre la iniciativa de la esperanza, el optimismo, tenga que ser opacado por un informe de laboratorio que necesita ser publicado antes de que los rivales alcen victoria sobre nuestra humanidad. No obstante, lo que no puede comprender ni una calculadora ni un recetario de vacunas, es el alma. Sí, es muy valiente defender esta afirmación, pero así es. Ni los meticulosos mitos de Platón y de Zenón, ni la cuestión moral de Kant y de Nietzsche, ni el inmenso ego de la inteligencia pueden describir la belleza del alma. El conformismo del individuo considera la inteligencia como un privilegio, causando que la raza humana se despedace entre sí por el inmenso don que es en realidad.
Es un obsequio, probablemente gracia de la genética o del poder divino de las religiones, quién sabe, pero la inteligencia no debe usarse para descubrir nuestra esencia, se debe usar como una herramienta para el bien de la humanidad. Ahora bien, aunque el alma no ha sido observada físicamente pero sí examinada, sabemos que es la causante del mayor sentimiento humano: el amor. El amor prevalece, el amor perdona, los egos se entierran, las sociedades se cancelan, ayuda a preservar el exquisito gramo de felicidad que palpita en el corazón. Ese sentimiento que reduce el cuerpo humano a un gusano, es lo que nos mantiene vivos a los desagradecidos bastardos. Una cosa muy diferente es que el cascarón de aquel elixir de hidromiel esté roto y derramando gotas de nostalgia, al pesimismo por no recibir contacto alguno con un alma gemela. Sin embargo, los románticos y obstinados sostienen el gramo de amor que se obsequia con el pasar de los años.
Esto creía Ernesto Montenegro. De alguna u otra forma, el pobre diablo tenía la convicción de encontrar el amor en la cascada. Era una promesa de los años pasados, encontrar el dichoso aliento de un corazón amoroso e inigualablemente verdadero, como dice en muchos cuentos de hadas que prometen el campo frondoso de césped cristalino: una promesa de un sol resplandeciente que crece al amanecer. Ese mismo paradigma que todo ser humano anhela buscar, estar pleno con el amor verdadero, poder compartir ese campo Eliseo que no puede contemplar por sí solo. Este hombre acudió a un paradero al Este del mundo, donde las filosofías no tienen explicación y solo buscan curar el dolor de las almas desdichadas. Si su existencia estaba hecha para compartir, allí encontraría su mitad deambulante. Pero estando allí, su rumbo se tornó frío, una neblina compuesta de hielo y tristeza lo cobijaron a medida que caminaba por la nieve. Los pies se le estremecían al verse empinados, helados por las calcetas congeladas que debieron sostener su exhausto peso y su alma agotada. Por un instante creyó que iba a morir, sintió el calor que todo cadáver expulsa al sentir el susurro de los arcángeles en el regazo del cuello. Pero no. Al caer en un profundo sueño, con las velas alzadas contra la marea, el hombre sin ánimos llegó, al parecer, a un lago congelado. A simple vista, era un grueso hielo de decepciones, un hielo tan insípido que parecía que todo el círculo ártico lo cubría con su aliento.
Al verse caminando, Ernesto descubrió un espejo maravilloso bajo sus pies. Al dirigir su mirada hacia un mar congelado de ideas, el espejo le recordó sus más grandes deseos, de algún modo alcanzables. Trataba de ver lo que alguna vez deseó, y que probablemente podría encontrar en el camino, iba hacia la cascada de la eterna felicidad, que engañosamente prometía otro destino para él. Mientras seguía el ruido monótono de sus pasos, veía una luz que resplandecía entre el camino, como una gala de estrellas donde el mundo parecía no tener fin. Se quedó asombrado, atónito por la cantidad de hermosuras que emergían de sus recuerdos, los sentimientos lo guiaron. El hielo se tornaba más traicionero, el sol se ponía cada vez más sobre las montañas, como si quisieran darle la despedida al desamparado. La densa vista provocada por las corrientes de interminable nieve, se aligeró. No pudo evitar ese obstáculo, se adentró en el mundo oscuro y obstinado de su mente, cavilando si era o no prudente y necesario llegar ahí, donde su pasado le daría agua de nueva vida, si de verdad la navaja que se había incrustado en su corazón, llena de dolor y rencores, si se se aliviaría del desangro de un veneno proveniente del alma en luto. Ernesto sintió la superficie pero no lograba asimilar en dónde estaba, ¿era un campo?, ¿un nuevo hemisferio? De repente, algo lo golpeó, algo cuyo olor a humedad le recordó el aire tropical de su lugar natal. Después de una ola de calor, la inmaculada nieve que se enterró entre sus pupilas, ya no estaba, pero él ya no quería abrir los ojos.
Calculó el fin de su destino, creía que el frío había consumido su entusiasmo. Tenía miedo, como todo buen ser; tenía frío, como todo pedazo de carne. En ese momento carecía del granito de esperanza que alguna vez todos quieren tener, incluso en un mundo donde el sufrimiento y el ego son más grandes que la compasión y la justicia. Se dispuso, entonces, a abrir los ojos. Vio el agua tan clara como la unión de todos los colores. Una cascada, cuyo fondo era infinito, al sumergirse en ella sintió que el cosmos le obsequiaba aquello que estaba buscando, fue feliz. Se dejó llevar por las corrientes interminables de agua, vio pasar las siluetas de sus pasados amores, observó las corrientes arrastrando el rostro de quienes alguna vez lo atormentaron. Se encontró hipnotizado, dispuesto a retorcerse en un abrazo de amor.
Con humildad y por redención, Ernesto se sumergía cada vez más, como si la encarnación estuviera completada, su existencia rebosaba hacia el olvido; la pena y el viejo mundo morían con él. Ya su ciclo podría reiniciar, podría terminar, eso dependía de la temperatura del agua. La cascada, con una promesa del renacimiento precioso, le procuraba bienestar hasta en sus últimos alientos. Aún así, Ernesto comprendió que aquello que buscaba no se encontraba ahí, que el calor del amor deseado estaba eternamente sumergido en el hielo, en el fondo del mar, donde la vida no alumbraba los ojos de los desdichados, donde el poder divino de todo aquello considerado metafísico escoge aleatoriamente quiénes pueden encontrar la luz, y quiénes merecen morir. Las oportunidades desaparecen, y el engaño y las sombras predominan sobre la esperanza de los románticos.
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